Pedagogía de la Esperanza
Paulo Freire
(...) Entre las responsabilidades que me propone escribir, hay una que siempre asumo. La de –viviendo ya mientras escribo la coherencia entre lo que va escribiéndose y lo dicho, lo hecho, lo haciéndose- intensificar la necesidad de esa coherencia a lo largo de la existencia. Pero la coherencia no es inmovilizante: en el proceso de actuar-pensar, hablar-escribir, puedo cambiar de posición. Así mi coherencia, tan necesaria como antes, se hace con nuevos parámetros. Lo imposible para mí es la falta de coherencia, aun reconociendo la imposibilidad de una coherencia absoluta. En el fondo esa cualidad o esa virtud, la coherencia, exige de nosotros la inserción en un permanente proceso de búsqueda, exige paciencia y humildad, virtudes también, en el trato con los demás. Y a veces ocurre que por n razones carecemos de esas virtudes, que son fundamentales para el ejercicio de la otra, la coherencia.
En esta fase de retoma de la Pedagogía, iré tomando aspectos del libro que hayan o no provocado crítica a lo largo de estos años, en el sentido de explicarme mejor, de aclarar ángulo, de afirmar y reafirmar posiciones.
Hablar un poco del lenguaje, del gusto por las metáforas, del cuño machista con que escribí la Pedagogía del Oprimido y antes Educación como práctica de la libertad, me parece no sólo importante sino necesario.
Empezaré precisamente por el lenguaje machista que marca todo el libro y mi deuda con un sinnúmero de mujeres estadounidenses que me escribieron desde diferentes zonas de Estados Unidos entre fines de 1970 y comienzos de 1971, algunos meses después de la aparición de la primera edición del libro en Nueva York. Era como si se hubieran puesto de acuerdo para enviar sus cartas críticas, que fueron llegando a mis manos, en Ginebra, durante dos o tres meses, casi sin interrupción.
En general, comentado el libro, lo que les parecía positivo en él y la contribución que aportaba a su lucha, invariablemente hablaban de lo que les parecía una gran contradicción en mí. Es que, decían ellas con sus palabras, al discutir la opresión y la liberación, al criticar con justa indignación las estructuras opresoras, yo usaba sin embargo un lenguaje machista, y por lo tanto discriminatorio, en el que no había lugar para las mujeres. Casi todas las que escribieron citaban un pasaje u otro del libro, como ejemplo el que ahora escojo yo mismo: “De esta manera, profundizando la toma de conciencia de la situación, los hombres se `se apropian` de ella como realidad histórica y, como tal, capaz de ser transformada por ellos”. * Y me preguntaban: “¿Por qué no las mujeres también?”
Recuerdo como si fuera hoy que estaba leyendo las primeras dos o tres cartas que recibí y cómo, condicionado por la ideología machista, reaccioné. Y es importante destacar que, estaba a fines de 1970 y comienzos de 1971, yo ya había vivido intensamente la experiencia de la lucha política, ya tenía cinco o seis años de exilio, ya había leído un mundo de obras serias, y sin embargo al leer las primeras críticas que me llegaban todavía me dije o me repetí lo que me habían enseñando en mi infancia: “Pero cuando digo hombre, la mujer necesariamente está incluida.” En cierto momento de mis tentativas, puramente ideológicas, de justificar ante mi mismo el lenguaje machista que usaba, percibí la mentira o la ocultación de la verdad que había en la afirmación: “Cuando digo hombre, la mujer está incluida” ¿Y por qué los hombres no se sienten incluidos cuando decimos: “Las mujeres están decididas a cambiar el mundo”? Ningún hombre se sentiría incluido en el discurso de ningún orador ni en el texto de ningún autor que dijera: “Las mujeres están decididas a cambiar el mundo.” Del mismo modo que se asombran (los hombres) cuando ante un público casi totalmente femenino, con dos o tres hombres, digo: “Todas ustedes deberían”, etc. Para los hombres presentes, o yo ignoro la sintaxis de la lengua portuguesa o estoy tratando de hacerles un chiste. Lo imposible es que se piensen incluidos en mi discurso. ¿Cómo explicar, a no ser ideológicamente, la regla según la cual si en una sala hay doscientas mujeres y un solo hombre debo decir: “Todos ellos son trabajadores y dedicados”? En verdad, éste no es un problema gramatical, sino ideológico.
En este sentido expresé al comienzo de estos comentarios mi deuda con aquellas mujeres, cuyas cartas desdichadamente perdí también, porque me hicieron ver cuánto tiene el lenguaje de ideología.
Entonces les escribí a todas, una por una, acusando recibo de sus cartas y agradeciendo la excelente ayuda que me habían dado.
Desde entonces me refiero siempre a mujer y hombre, o a los seres humanos. A veces prefiero afear la frase para hacer explícito mi rechazo del lenguaje machista.
Ahora, al escribir Pedagogía de la Esperanza, en la que repienso el alma y el cuerpo de la Pedagogía del Oprimido, pediré a las editoriales que superen su lenguaje machista. Y que no se diga que éste es un problema menor, porque en verdad es un problema mayor. Que no se diga que lo fundamental es el cambio del mundo malvado, su recreación en el sendo de hacerlo menos perverso, y por lo tanto la superación del habla machista es de menor importancia, sobre todo porque las mujeres no son una clase social.
La discriminación de la mujer, expresada y efectuada por el discurso machista y encarnada en prácticas concretas, es una forma colonial de tratarla, incompatible por lo tanto con cualquier posición progresista, de mujer o de hombre, poco importa.
El rechazo de la ideología machista, que implica necesariamente la recreación del lenguaje, es parte del sueño posible a favor del cambio del mundo. Por lo mismo, al escribir o hablar un lenguaje ya no colonial, no lo hago para agradar a las mujeres o desagradar a los hombres, sino para ser coherente con mi opción por ese mundo menos malvado del que hablaba antes. Del mismo modo en que no escribí el libro que ahora revivo para ser simpático a los oprimidos como individuos y como clase también. Lo escribí como tarea política que me pareció mi deber cumplir.
Agréguese que no es puro idealismo no esperar que el mundo cambie radicalmente para ir cambiando el lenguaje. Cambiar el lenguaje es parte del proceso de cambiar el mundo. La relación lenguaje-pensamiento-mundo es una relación dialéctica, procesal, contradictoria. Es claro que la superación del discurso machista, como superación de cualquier discurso autoritario, exige o nos exige la necesidad de, paralelamente al nuevo discurso, democrático, antidiscriminatorio, empeñarnos en prácticas también democráticas.
Lo que no es posible es simplemente hacer el discurso democrático y antidiscriminatorio y tener una práctica colonial.
Paulo Freire
(...) Entre las responsabilidades que me propone escribir, hay una que siempre asumo. La de –viviendo ya mientras escribo la coherencia entre lo que va escribiéndose y lo dicho, lo hecho, lo haciéndose- intensificar la necesidad de esa coherencia a lo largo de la existencia. Pero la coherencia no es inmovilizante: en el proceso de actuar-pensar, hablar-escribir, puedo cambiar de posición. Así mi coherencia, tan necesaria como antes, se hace con nuevos parámetros. Lo imposible para mí es la falta de coherencia, aun reconociendo la imposibilidad de una coherencia absoluta. En el fondo esa cualidad o esa virtud, la coherencia, exige de nosotros la inserción en un permanente proceso de búsqueda, exige paciencia y humildad, virtudes también, en el trato con los demás. Y a veces ocurre que por n razones carecemos de esas virtudes, que son fundamentales para el ejercicio de la otra, la coherencia.
En esta fase de retoma de la Pedagogía, iré tomando aspectos del libro que hayan o no provocado crítica a lo largo de estos años, en el sentido de explicarme mejor, de aclarar ángulo, de afirmar y reafirmar posiciones.
Hablar un poco del lenguaje, del gusto por las metáforas, del cuño machista con que escribí la Pedagogía del Oprimido y antes Educación como práctica de la libertad, me parece no sólo importante sino necesario.
Empezaré precisamente por el lenguaje machista que marca todo el libro y mi deuda con un sinnúmero de mujeres estadounidenses que me escribieron desde diferentes zonas de Estados Unidos entre fines de 1970 y comienzos de 1971, algunos meses después de la aparición de la primera edición del libro en Nueva York. Era como si se hubieran puesto de acuerdo para enviar sus cartas críticas, que fueron llegando a mis manos, en Ginebra, durante dos o tres meses, casi sin interrupción.
En general, comentado el libro, lo que les parecía positivo en él y la contribución que aportaba a su lucha, invariablemente hablaban de lo que les parecía una gran contradicción en mí. Es que, decían ellas con sus palabras, al discutir la opresión y la liberación, al criticar con justa indignación las estructuras opresoras, yo usaba sin embargo un lenguaje machista, y por lo tanto discriminatorio, en el que no había lugar para las mujeres. Casi todas las que escribieron citaban un pasaje u otro del libro, como ejemplo el que ahora escojo yo mismo: “De esta manera, profundizando la toma de conciencia de la situación, los hombres se `se apropian` de ella como realidad histórica y, como tal, capaz de ser transformada por ellos”. * Y me preguntaban: “¿Por qué no las mujeres también?”
Recuerdo como si fuera hoy que estaba leyendo las primeras dos o tres cartas que recibí y cómo, condicionado por la ideología machista, reaccioné. Y es importante destacar que, estaba a fines de 1970 y comienzos de 1971, yo ya había vivido intensamente la experiencia de la lucha política, ya tenía cinco o seis años de exilio, ya había leído un mundo de obras serias, y sin embargo al leer las primeras críticas que me llegaban todavía me dije o me repetí lo que me habían enseñando en mi infancia: “Pero cuando digo hombre, la mujer necesariamente está incluida.” En cierto momento de mis tentativas, puramente ideológicas, de justificar ante mi mismo el lenguaje machista que usaba, percibí la mentira o la ocultación de la verdad que había en la afirmación: “Cuando digo hombre, la mujer está incluida” ¿Y por qué los hombres no se sienten incluidos cuando decimos: “Las mujeres están decididas a cambiar el mundo”? Ningún hombre se sentiría incluido en el discurso de ningún orador ni en el texto de ningún autor que dijera: “Las mujeres están decididas a cambiar el mundo.” Del mismo modo que se asombran (los hombres) cuando ante un público casi totalmente femenino, con dos o tres hombres, digo: “Todas ustedes deberían”, etc. Para los hombres presentes, o yo ignoro la sintaxis de la lengua portuguesa o estoy tratando de hacerles un chiste. Lo imposible es que se piensen incluidos en mi discurso. ¿Cómo explicar, a no ser ideológicamente, la regla según la cual si en una sala hay doscientas mujeres y un solo hombre debo decir: “Todos ellos son trabajadores y dedicados”? En verdad, éste no es un problema gramatical, sino ideológico.
En este sentido expresé al comienzo de estos comentarios mi deuda con aquellas mujeres, cuyas cartas desdichadamente perdí también, porque me hicieron ver cuánto tiene el lenguaje de ideología.
Entonces les escribí a todas, una por una, acusando recibo de sus cartas y agradeciendo la excelente ayuda que me habían dado.
Desde entonces me refiero siempre a mujer y hombre, o a los seres humanos. A veces prefiero afear la frase para hacer explícito mi rechazo del lenguaje machista.
Ahora, al escribir Pedagogía de la Esperanza, en la que repienso el alma y el cuerpo de la Pedagogía del Oprimido, pediré a las editoriales que superen su lenguaje machista. Y que no se diga que éste es un problema menor, porque en verdad es un problema mayor. Que no se diga que lo fundamental es el cambio del mundo malvado, su recreación en el sendo de hacerlo menos perverso, y por lo tanto la superación del habla machista es de menor importancia, sobre todo porque las mujeres no son una clase social.
La discriminación de la mujer, expresada y efectuada por el discurso machista y encarnada en prácticas concretas, es una forma colonial de tratarla, incompatible por lo tanto con cualquier posición progresista, de mujer o de hombre, poco importa.
El rechazo de la ideología machista, que implica necesariamente la recreación del lenguaje, es parte del sueño posible a favor del cambio del mundo. Por lo mismo, al escribir o hablar un lenguaje ya no colonial, no lo hago para agradar a las mujeres o desagradar a los hombres, sino para ser coherente con mi opción por ese mundo menos malvado del que hablaba antes. Del mismo modo en que no escribí el libro que ahora revivo para ser simpático a los oprimidos como individuos y como clase también. Lo escribí como tarea política que me pareció mi deber cumplir.
Agréguese que no es puro idealismo no esperar que el mundo cambie radicalmente para ir cambiando el lenguaje. Cambiar el lenguaje es parte del proceso de cambiar el mundo. La relación lenguaje-pensamiento-mundo es una relación dialéctica, procesal, contradictoria. Es claro que la superación del discurso machista, como superación de cualquier discurso autoritario, exige o nos exige la necesidad de, paralelamente al nuevo discurso, democrático, antidiscriminatorio, empeñarnos en prácticas también democráticas.
Lo que no es posible es simplemente hacer el discurso democrático y antidiscriminatorio y tener una práctica colonial.
Cuando digo "humanidad" el hombre está incluido.
ResponderEliminarTodos los enunciados generales son masculinos y los de categoría superior, son femeninos.
Eliminar"la historia del hombre" sin duda incluye a la mujer, y en su enunciado superior "La historia de la humanidad" también incluye al hombre, por más que sea en femenino.
GENERAL SUPERIOR
El niño La niñez
Los abogados La abogacia
Los médicos La medicina
El hombre La humanidad
Los docentes La docencia
Etc, tc, etc... hay excepciones de un lado y del otro, pero como en todo, son las excepciones las que confirman la regla.
Cuando dicen "el hombre" no incluyen ni at los hombres, no te incluyen ni a ti
EliminarAy Enrique, cuanta colonialidad y heteropatriarcado te habitan.Pobre de vos y de quienes te sufran.
ResponderEliminarFalacia at hominem
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